domingo, 28 de noviembre de 2010

3º PREMIO GÓNGORA - ISABEL BROTÓNS

RIBIA

 Aquella conversación me sorprendió mucho y sigo pensando en ella… ¿Crees que él también seguirá dándole vueltas? – se oyó en el dormitorio principal.
Papá descansaba en el diván mientras hablaba con mamá sobre la última visita de Leo. Leo era un viejo amigo de la familia al que vimos por última vez hace mucho tiempo; la última vez que vino a vernos. Lo cierto es que fue una visita tempestuosa; papá y él gritaron y discutieron. Pero no fue una de esas riñas por las que dos amigos dejan de serlo para siempre. Además del tornado de angustia, prisa y dolor que se percibía, también hablaron como hombres civilizados. Como los amigos que eran. Y a juzgar por la mirada absorta de papá clavada en las grietas del techo, juraría que fue una conversación más que corriente. Mamá solía decirme que el tío Leo había ido a vivir muy lejos. Tan lejos que ningún avión ni barco podía llegar hasta él, y que por eso no habíamos vuelto a verlo. Que se encontraba en unas vacaciones larguísimas, de las que me gustaban a mí. Pero yo no era tonto. A veces los mayores no se enteran de nada; ser pequeño no significa ser tonto. Yo sabía que algo no marchaba bien la última vez que Leo estuvo aquí. Sé que papá se enfadó porque no quería que se fuera. Pero si de algo estoy seguro es de que Leo no se fue de vacaciones, pues llevaba la angustia pintada en el semblante.
Pero de esto hace mucho tiempo. Todos hemos crecido. Incluso el mundo. Todo ha cambiado. Recuerdo salir a la calle a jugar con mis vecinos cuando era pequeño. Papá ahora no me permite salir. De todas maneras, nadie lo hace, así que no tendría ningún sentido que fuera a la calle, porque siempre está vacía.
Ni siquiera vivimos en la misma casa. Tuvimos que mudarnos, pero nadie me dio muchas razones.
Y todo porque era pequeño.
Mamá me dijo que nos íbamos de vacaciones. Y un cuerno. Yo sabía muy bien lo que eran unas vacaciones, y esto no se le parecía nada. Pero ya me he acostumbrado. Antes solíamos vivir en una calle amplia y elegante en pleno centro de Stuttgart, en una casa luminosa y grande. Ahora vivimos en una callejuela. La casa no es tan vistosa, pero no está del todo mal. Además, tenemos vecinos. Dentro de casa. La convivencia con otra familia es mejor de lo que parece, pero echo de menos mi propia intimidad. Si tan sólo pudiera salir a la calle…
Cualquiera que me oyera podría preguntarse cómo narices he acabado en esta situación. Lo cierto es que no me atrevo a preguntar nada. Ni falta que hace. Sé que ocurre algo ahí fuera. Algo me dice que no nos quieren en la calle, pero no sé por qué. ¿Será que mis vecinos y yo hacíamos mucho ruido? ¿Que es peligroso que los niños corran por la calle? ¿Qué será? ¿Será mi ropa? ¿Mi pelo oscuro?
Desde que cambiamos de casa papá y el padre de la otra familia pasan el día sentados, escuchando la radio, pero yo ni siquiera entiendo cómo pueden oír el leve silbido que desprende el altavoz. Nunca suben el volumen. Tampoco nosotros podemos subir nuestra voz. Esta casa es el colmo del silencio.
Nina, la hija de la otra familia, tiene mi edad, y, por lo visto, un imán incrustado en el cuerpo que se deja llevar por un magnetismo irrefrenable hacia mí. Siempre la tengo al lado. No es muy divertida, pero es mejor que los adultos.
En general, parece que la vida se haya convertido en un auténtico tedio. Sin embargo, yo huyo de la realidad con frecuencia. Todos se preguntan qué hago todo el día tumbado en la cama con los ojos cerrados, si no estoy durmiendo. Huyo. Huyo a Ribia.
Ribia es mío y nadie sabe que existe. Es mi aire. Como un respiro; una bocanada de evasión a un lugar perfecto. Mío. Es la puerta a la calle a la que no puedo salir.
Es allí donde paso la mayor parte del día, cuando consigo escapar de Nina. Nadie me reprocha que esté todo el día tumbado, pues la vida se asemeja tanto a una prisión para nosotros que no caben reproches. Nuestra libertad tiene tantos metros cuadrados como la casa, y cada uno hace con la suya lo que quiere. Papá escucha la radio. Nina lee. Y yo viajo. Y aunque parezca el más inútil de todos por permanecer en una permanente posición horizontal, estoy seguro de que soy el que mejor lo pasa de todos.
A veces paso tanto tiempo en Ribia que olvido que es de este mundo de donde provengo.
Hay muchos días en los que papá y el papá de Nina parecen muy preocupados. Es cuando se oyen ruidos en la calle que tenemos que guardar el mayor silencio. Muchas veces he querido asomarme a la ventana, pero por desgracia, todas están bien cerradas. Una vez pregunté a Nina si sabía lo que ocurría cuando se oían aquellos ruidos que sonaban a gritos. Ella me dijo que eran hombres que querían echar a la gente de sus casas, y que por eso permanecíamos tan en silencio; para que no nos echaran de la nuestra. Parecía que se enteraba bastante del asunto. Le pregunté por qué echaban a la gente de sus casas, y me dijo que no lo sabía. Que eso era asunto de los mayores. Al parecer, todo lo extraño atañe a los adultos. ¿Quién narices había dejado a esos hombres tomar la calle y echar a la gente de sus propios hogares? El mundo se había vuelto loco.
 Oye, Nina… ¿Y qué hace la gente que se queda sin casa? ¿A dónde va?
 No lo sé. Se encargarán los que les quitan la casa. Creo que ellos se llevan a esa gente a otro sitio.
 Seguro que se los llevan de vacaciones.

Silencio.
Nina me mira igual que como los adultos me miran a veces.

 Seguro.
De repente me siento inseguro y una incertidumbre tan pesada como uno de los trenes que solíamos coger para ir a Munich se apalanca dentro de mí. ¿Se nos llevarán a nosotros algún día? Y si nos cogen, ¿a dónde iremos? Espero que sean unas vacaciones mejores que las que me prometió mamá. Aquello sí que fue una treta. Pero si nos comportamos así será porque intentamos que no nos descubran…
A veces me da la sensación de que este mundo pertenece más a los adultos. Es tan difícil vivir en él. Pero de pronto desaparece toda preocupación según me tumbo en mi cama y me evado.
No importa lo que ocurra, ni a dónde vayamos. Lo único que tengo que hacer es cerrar los ojos. Y entonces es Ribia. Y nada más. Sólo Ribia.

PREMIO GÓNGORA
3º PREMIO
AUTORA - ISABEL BROTÓNS - 2º BACHILLERATO

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